Dos preguntas para
empezar:
- ¿Qué ocurriría si repentinamente nos dormimos en un lugar cotidiano sobre hechos cotidianos?
- ¿Qué pasaría si nos saludáramos todos los días metiéndonos un dedo en alguna de las dos fosas nasales?
Quisiera contarles
algunas de mis experiencias cotidianas de esta semana que pasó. El
orden formal lo impone cada uno.
Empiezo la semana como
empiezo muchas, con la mirada del mirón. Me subo al bus para ir a la
universidad y lo primero que hago es recostarme contra la ventana (si
logro una silla vacía) y espero.
Espero mujeres, obvio.
Mujeres con leggins, ojalá negros y brillantes, o también coloridos
y que no los tape ninguna camisa o algo parecido a un saco. Entonces
sube una y miro. Sube otra y miro. Sube la última, no todo es tan
bello y consecutivo, y no miro. Decido no mirar. Mi mente decide que
esa no. Que la última aunque esté buena, fea, buenísima, fea, o
como dice un cantante medio pendejo “ con la china mandarina a
reventar”, no la puedo determinar y que mí mismo es un ser
desagradable. Y mí mismo dice que no importa, que eso lo hacen todos
y que me gustan las mandarinas. Y la mente se calla. Mí mismo hace
caso omiso de la mente y mira. Y no ve nada, no hay nadie en el bus.
Me había dormido antes de ver los primeros leggins. Antes de empezar
a hablar de mí mismo a mi mente. Y todo porque no había dormido
bien la noche anterior.
La noche anterior había
visto un película relacionada con una joven francesa que decidió
ser puta, prostituta o prepago, como decimos en Sabaneta (sólo en
Sabaneta). Muy joven por cierto, que si mal no recuerdo estaba
haciendo el amor con uno de los clientes más amables y considerados
que tenía y por cosas de las películas se muere de un infarto en
pleno acto coital. La película también la vio el Mono, un serio
amigo que ve películas así. Por eso nos contamos la película y
dijimos “si, si, mera chimba de película”. Pero recuerdo que
antes de comentarla nos saludamos como de costumbre, él me dio su
dedo y yo le di el mío, las fosas estaban húmedas, lo que quiere
decir que estábamos bien, sanos y contentos. Que si tuviéramos cola
(tema que discutimos también en grandes momentos reflexivos) nos
olfatearíamos el ano como personas normales y seguiríamos nuestra
vida de amigos, como si fuera normal. Pero daba risa el hecho de
pensar en lo de las colas y no concebíamos nada más allá de los
saludos comunes y corrientes de los dedos en la fosa. En fin, nos
saludamos, comentamos la película y luego decidimos comprar cervezas
para llenar la panza y hablar. Hablar frente a un bar, no dentro del
bar ni a un costado, sino al frente, pasando la calle, distantes del
bar. Que quede claro, lo mejor distanciados posibles del bar, pero
donde se logre escuchar la música del bar. En fin. Tomamos cerveza,
fumamos carambimba (que es como le dicen a los cigarros en Sabaneta,
sólo en Sabaneta), llegaron más personas, todas sanas y contentas.
Lo supe por el saludo. Llegaron mujeres con leggins, hermosas por
cierto encajonadas en sendas licras coloridas. Nunca antes había
notado lo llamativas que son estas prendas de vestir, aunque cierto
día lo experimenté en un bus rumbo a la universidad -pero eso es
tema aparte-. Seguimos la charla hasta que comenzó a llover. No era
llover llover, era LLOVER. Una tormenta que nombran Llover (sólo en
Sabaneta), algo así como un enamorado con dos eles. Una tempestad de
agua y truenos que nos hizo correr hasta algún techo o escampadero.
Cuando logramos alcanzarlo sequé mi rostro con la parte baja de mi
camisa y cuando terminé, abrí los ojos y como si ya me hubiera
pasado antes, las personas no estaban, no había nadie. No había un
alma, todo solo, cerrado y Llover ya se había marchado. Me había
quedado dormido. Dormido bajo el techo que habíamos buscado durante
la tempestad. Y todo por no dormir bien la noche anterior. Porque la
noche anterior me encontraba divagando en medio de cervezas negras en
la casa de la novia de un basto personaje muy amigo y conocido en
Sabaneta. Y los hechos ocurridos terminaron en tragedia hasta muy
entrada la noche.