El periodista: Mirando a la cara a Medellín.
La primera vez que fui al periodista fue con el loco
V. y Vane, su mujer (suena feo eso ¿no?). Era Jueves en la noche y habíamos
quedado desde por la tarde en salir a la calle a beber y fumar, dos actividades
fundamentales en mis encuentros con el loco V. y que siempre han resultado muy
productivas.
Yo ya había escuchado hablar bastante sobre el
periodista, incluso había pasado cerca y visualizado el ambiente; pero no es lo
mismo verlo que sentirlo. Lo que la gente decía en la mayoría de los casos
tenía que ver con punkeros, norteño, drogas y rock n’ roll, y en términos
generales eso fue lo que encontré.
La noche la pasamos muy bien, hicimos todo lo que
nos habíamos planteado desde un principio y sin duda alguna el escenario nos
entretuvo enormemente. Yo estaba con una felicidad indescriptible. Hacia el
lado que decidiera mirar encontraba alguien llamativo, alguien gracioso,
alguien lúgubre, alguien rebozado de locura; me impresionaban demasiado las
dinámicas sociales que se formaban, cómo confluían en un espacio tan limitado
personas que a leguas se veían tan diferentes, tan de mundos paralelos.
Luego de esa noche y en razón de algunos menesteres
que se me presentaban constantemente al salir de la universidad, empecé a ir al
periodista con un amigo: Camilo, quien tiene los mismos menesteres que yo los
viernes al salir de clase, entonces íbamos y solucionábamos la situación. La cadena
de acciones que conformaban nuestra estadía en el periodista comprendían: Al
llegar, Camilo busca al personaje más altruista del lugar, ése que a cualquiera
que se le arrime le pregunta: “¿qué necesita, qué le doy?”, yo mientras tanto
me siento a observar el proceso porque nunca me ha gustado la forma en que se
hace, lo cual me convierte siempre en el sujeto más sospechoso para el
altruista (después se relaja), luego yo me dispongo a comprar un par de
cervezas, ya que con ese proceso no tengo inconveniente, y por último empieza
el sahumerio.
Cada día que he ido a ese lugar, sin excepción
alguna, he vivido situaciones anecdóticas; cada día que he salido de allá me he
robado una nueva historia con ánimos de ser un posible cuento, un posible
ensayo, una posible investigación.
Recuerdo mucho un día en que se nos acercó una
señora punkera, Marta: de chaqueta de cuero, botas, taches, con la pestañina
tres centímetros más abajo de las pestañas y vestida completamente de negro.
Marta estaba en un viaje profundo, en júpiter o en el San Francisco de los 60’s.
Estaba realmente desaliñada y con los ojos fuera de foco. Marta se nos
presentó, con una voz ronquísima, de fumadora empedernida, y nos dijo que ella
manejaba a los altruistas del lugar, es más, que eran sus hijos, que lo que
necesitáramos a la orden. Nosotros la escuchamos y fuimos amables con ella, le
agradecimos.
Marta me dejó en shock; no recuerdo en qué punto de
la presentación y ofrecimiento de sus servicios empezó a narrar su historia
personal, una historia verdaderamente trágica que me dañó el porro y la pola,
pero que me estremeció y me golpeó la cabeza con todo el peso del mundo; cosa
que agradecí a la vida después.
Ella nos contaba que su familia tiene una amplia
trayectoria en el crimen, que sus hermanos son sicarios, pero que aun así ella
sí estudió, en la EAFIT, según contaba (no recuerdo qué). Resulta que hace unos
años ella estaba colaborando con una investigación para la fiscalía y que la
estaban amenazando por eso y porque sus hermanos manejaban una plaza; ella nos
aseguraba que la policía y la fiscalía son instituciones corrompidas, que
tienen articulaciones encargadas de hacer el trabajo sucio y que a ella se lo
hicieron: le mataron a su hija menor, una niña de 12 años, si no estoy mal.
A partir de ese momento empezó a llorar inconsolable
y a emitir hijueputazos a diestra y siniestra. Nos decía que por eso se volvió
así, que ella cobró venganza y que desde ese momento vive cada día llena de odio.
También nos contó sobre un policía al que le dicen Napoleón, dijo que ése era
el rey de los hijueputas, y que si algo le llegara a pasar a ella, era por él,
que era un asesino.
Cuando encontramos el más mínimo espacio de
silencio, Camilo y yo nos despedimos, atónitos, impactados y pensativos…
Puede ser que Marta sólo sea una mitómana más en
este mundo (como yo veo a la mayoría de periqueros conversadores), que el viaje
en el que iba le haya hecho meterse en esa película; pero en todo caso, además
de bien contada y dramatizada, esa historia refleja el país y la ciudad en la
que estamos, donde lo fáctico siempre ha superado y superará a la ficción, y si
ustedes se acercan al periodista, como a muchos otros lugares de Medellín y se
dan la oportunidad de conversar un rato con su gente, con sus drogadictos, sus
putas, sus viejos abandonados, sus vendedores ambulantes; seguramente se
sentirán tan frágiles como cuando eran niños y tan humanos que se entenderán
parte de un todo, con las particularidades de cada cual, pero conscientes de
que estamos ligados y conectados con los demás más de lo que creemos, por más
que a simple vista parezca no ser así.
En mi opinión, este es un gran tesoro que lugares
como el periodista ofrecen, la oportunidad de relacionarse o por lo menos
hablar con la gente de la ciudad, la verdadera gente de la ciudad; la que ha
cargado años con sus problemas y la que le conoce su verdadera cara, ésa que se
encuentra detrás de los edificios, las carreteras, el Metro, los centros
comerciales, Ciudad del Río, El Poblado y la feria de las flores.
http://www.youtube.com/watch?v=5A-4VGfx5lU
El Mono.
27 de Marzo de 2014