La semana pasada estuve en
Eafit, fui para escuchar una conferencia sobre periodismo digital que dictó el
profesor español Salvador Alsius – que es igualito a Johan Cruyff - Es la segunda vez que tengo la oportunidad de
visitar tan magnífico campus, un lugar agradable para estudiar, cómodo y
moderno, perfectamente distribuido, donde cada detalle da cuenta de los
millones que pagan sus estudiantes cada semestre.
Sin embargo me pareció una
universidad sin espíritu, plana y homogénea, donde nadie marca la diferencia,
un campus lleno de idiotas y niños ricos sin alma, que eligen estudiar allá
porque les queda cerca de la casa y porque el enfoque académico es la
multiplicación de las riquezas; no en vano se llama Escuela de Administración,
finanzas y tecnología.
La semana pasada también volví
a la UPB, allí estudié durante ocho años y me gradué hace poco. La Bolivariana
también es una universidad privada y los estudiantes también pagan millones por estar
allí, no es tan bonita como Eafit, pues gran parte de los ingresos se van para
la Curia, que es la cuarta mafia del país.
En la UPB también abundan
los idiotas y los ricos desalmados, las grillas y los musculosos, las
presentadoras de farándula y los organizadores de los Premios Hétores. Sin
embargo y a pesar de todo lo anterior y de muchas, m-u-c-h-a-s otras falencias,
es una universidad con color, con efervescencia, que ofrece diferentes matices,
que en tan poco espacio parece transformarse en mil lugares distintos, plurales
y llenos de ingenio.
Ese día después de entrar a
la universidad, caminé por sus alrededores, por las calles apacibles de
Laureles y San Joaquín, por los laberintos circulares y pasé por el “El Prove”,
no había por el momento nadie tomando cerveza ni fumándose un porro – Ni
siquiera los costeños de ingenierías – Estaba muy temprano. El Prove era una
pequeña distribuidora de licores, tabaco y gaseosas en la Avenida Nutibara que
terminó convertido en el bar más frecuentado por estudiantes y profesores de la UPB. Entonces
seguí caminando un par de cuadras y crucé la glorieta de Bulerías y después de
un par de calles llegué al Parque Malibú, un pequeño rectángulo verde con palos
de mango, juegos infantiles y bancas destruidas, rodeado por gigantescas casas ochenteras,
con garaje y portón, que inmortalizó la Mojiganga en una de sus canciones máspopulares.
Entonces me senté un rato y viajé
un par de años atrás y recordé las tardes en que llegaba hasta allí en los
huecos que quedaban entre una clase y la otra. Siempre iba con los hermanos
Gärtner: Fede y El bailarín sin son o a veces con Lucas y Comanche, otras con
el mono Botero y la Sapa. Hablábamos de música sin muchas pretensiones y
tomábamos pola, ellos se fumaban un porro. A veces, muy de vez en cuando,
nevaba, nevaba y las caras se entumían. Regresábamos a la universidad, ya no
caminando, flotábamos y gambeteábamos el tráfico duro de la 33 y entrábamos de
nuevo a clase, disimulando lo imposible de disimular.
No sé, pero sigo prefiriendo
el desorden, la bipolaridad y los alrededores verdes de la UPB al orden
rígido y limpio de Eafit, y creo que no bastan un montón de edificios modernos
y despampanantes para construir una universidad; las universidades no las hacen
los edificios, las construyen los estudiantes heterogéneos y desafiantes que
hay adentro, sus vivencias y su manera distinta de pensar y pilotear el mundo.
Ellos son al fin y al cabo el alma que le da vida a los campus. Pero no estudiantes como
ese montón de pendejos que intervinieron al final de la ponencia del profesor
Alsius.
Por el Viejo Hugo.
19 de marzo de 2014