El viernes me desperté
temprano y me levanté de la cama con el pie derecho, fue la primera acción de
derecha que hice ese día y tal vez, junto al baño, la única. Luego desayuné
pobremente con pan y malta con leche. Empaqué dos libros, cuatro lapiceros y
una libreta de bocetos en el morral y caminé hasta el paradero para tomar el
bus que me llevaría al centro de la ciudad. Como ven, de resto, todo un coctel
de izquierda. Es decir, una tapetusa.
Había quedado de encontrarme
con el Mono en los alrededores de su universidad para luego ir al teatro Pablo
Tobón Uribe para escuchar la charla que darían el historietista Liniers y el
músico Kevin Johansen. La mañana estaba fría y unos nubarrones negros y
gigantes amenazaban con dejar caer sobre los humanos un aguacero bíblico. Así
fue, recién iba a mitad de camino cuando la tormenta se desató y empapó casi
todo.
Comencé a sentir pánico cuando
el bus se fue quedando vació. Sólo permanecían en las bancas personas feas y
mal vestidas. La ciudad afuera también se había puesto peor y eso que había
parado de llover un poco. Repasé un par de veces en el mapa de Google cómo
llegar hasta la universidad del mono: tres cuadras a la derecha por la Oriental
hasta la Avenida la Playa, luego tres calles hacía arriba, después dos a la derecha
y por último una hacía arriba. Fácil.
Antes de llegar al final de
la ruta, donde debía bajarme y comenzar a caminar, el bus pasó por un par de
calles repletas de cuerpos sin alma, bestias de ciudad hambrientas, peligrosas
vidas abandonadas, apagándose en las pipas de kilométrico y papel aluminio,
dispuestas a desgarrar cualquier pulcritud que se cruce por su camino. Hasta la
más inofensiva de esas fieras me haría añicos con sólo notarme. Entonces sentí
un temor inexplicable por mi vida y un pesar agobiante por esas sombras de humanos
que parecen caminar en vida por los primeros círculos del infierno de Dante.
No tuve más remedio que
bajar del bus y caminé tan rápido como pude. Toda cara era sospechosa, cada
paso que daba era una victoria de la vida sobre la muerte, no miraba para los
lados, trataba de disimular el miedo. Me vestí lo menos llamativo posible y llevaba
el morral, se notaba que era estudiante y los estudiantes no tienen en que caer
muertos, eso pensaba. En medio de la carrera por mantenerme a salvo se me
confundieron las cuadras, las derechas y las izquierdas, parecía un batido de
política colombiana. No perdí la calma, tampoco el ritmo, entonces comencé a
seguir con disimulo a las niñas del CEFA, un colegio que queda al lado de la
universidad del Mono. Ellas fueron mi guía.
Cuando llegué ya el Mono
estaba afuera comiéndose un pastel de arequipe y nuestro encuentro fue casi un
milagro, porque dependía en gran medida de la puntualidad y de lo que habíamos
acordado temprano por Facebook, ya que el mono no tenía celular y la
comunicación era difícil. Faltaba más de una hora para el conversatorio,
entonces caminamos despacio por calles conocidas, donde hace unos meses
habíamos visto a unos camajanes chutándose heroína y Cándida Franco nos había
contado sobre una obra de teatro donde una gente desnuda arrastraba unos catres
por las tablas, lo que nos confirmó al Mono y a mi que odiamos el teatro.
El clima era fresco, una
brisa ajena al centro refrescaba el medio día. La gente se apeñuscaba en los
restaurantes tratando de almorzar. Había ambiente de viernes. Llegamos hasta el
Parque del Periodista para tomarnos unas cervezas en un bar donde el Mono había
estado antes. Los árboles del parque los estaban podando y la gente alrededor
observaba la peluqueada, un poco maluqueados algunos, con los estragos del
chorro y la harina en sus caras, se tambaleaban.
El bar era un
pequeño cuchitril largo y estrecho en un extremo del parque. El indio de
camiseta apretada que lo atiende nos saludó eufórico. En la barra había unos
borrachos con cara de nada y un par de ex punkeros vieja guardia, elegimos ir
hasta el fondo porque se veía más fresco y tranquilo. El indio tenía la música
a todo taco y a duras penas podíamos hablar. Nos gritamos algunas preguntas
mientras veíamos Win Sports. Allí escuchamos un álbum completo de Maná, algunos
éxitos de Los Prisioneros, una canción de Los Ilegales y un par de Pixies, que
nosotros pedimos. Un metalero muy patético, como casi todos, que tranquilamente
se había tomado una garrafa de alcohol industrial y se había esnifado media
libra de tiza picada y que no sabía de agua hace algunas semanas, se paro en la
entrada y comenzó a hablar con los otros borrachos. Al cabo de un rato se
sulfuró y pasó rápidamente de amenizar a amenazar...
Los Ilegales - Ella saltó por la ventana
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