ALGUNAS NOCHES GRIEGAS
-continuación de la
primera parte-
Habíamos llegado
temprano mi compañera y yo. Nunca antes había visto tanta cerveza,
brotaba del congelador de la casa de la novia de un bastardo peludo
que además era mi amigo. Tengo que hacer una aclaración: la novia
del bastardo es músico, el bastardo peludo es cuentero, deduzco que
por eso las cervezas aparecían en cantidad como por arte de magia,
como producto del chamanismo ancestral. Se bebía como en la casa del
Ulises ausente. Bebían y llegaban comensales, mariguaneros,
gerontos, babillas, monas y uno que otro tipo de esos llamado Ismael,
Israel o Ignacio, como si los nombres empezados por “i” fueran
signo de mal agüero y de pena ajena. Bebíamos cerveza a reventar,
fría, escarchada, fumábamos como bestias y conversábamos como si
no fueran a existir más noches. Perdí la cuenta después de las
ciencuenta botellas y ya entrábamos en la alucinación y la burla,
ya entrábamos en la vida real.
Mi novia entonces comenzó
a sentir los efectos afrodíticos de la cerveza, dejó entrever una
mirada infernal, griega y polvorienta sobre todos nosotros. Un rostro
rojizo y azufrado, libidinoso y carente de censura, vio en cada uno
de los asistentes una ninfa y un sátiro, reunió a los diestros y
siniestros que habitábamos en ese momento la calle y promulgó
entonces la noche de los intercambios lingüales (con diéresis
porque permite la imagen de las gotas de saliva permeando el
contexto) dando paso a que todos nos besáramos entre todos, hombres
y mujeres alternados, sin pudor, sin moral y sin corazón. Las
lenguas lamían las mejillas y se introducían por los plieges de las
orejas, los labios chupaban los ojos a lo japonés, las barbas
desprendían babasa mezclada con cebada, las prendas licradas de las
féminas se oscurecían de placer tan solo en la entrepierna, todo
se combinaba en medio de la algarabía del jolgorio demencial, de la
expresión que lograba atraer más y más gente cada minuto que
pasaba. Allí sólo permanecía la excitación del momento por el
momento, la experiencia, la burla y la embriaguez. No había nada que
pudiera frenar la cena dionisíaca, la mermelada de chantillí, el
poporo con sal. No hubo tombo ni vieja que detuviera las almas
paganas de la Sabaneta real. No habían vagabundos politizados que
acabaran con la celebración ni gente burgués que espantara el goce
imponente a punta de hielos y piedras. Nada había en ese lugar que
nos hiciera desaparecer.
Sólo hubo algo que no
tuvo mucha importancia o mucha trascendencia, nada de qué
espantarse. Incluso algo que tal vez pasó desapercibido. Alguien se
me acercó despacio por detrás, probablemente era una mujer, olía a
mujer, aunque su fuerza no parecía humana, era una medusa
petrificante. Me besó el cuello desde la parte alta de la espalda y,
como pobre tonto, empecé a caer despacio. Comencé a ver todo negro,
me sumergí en una ruta oscura donde sólo caminaba sin parar,
caminaba por caminar, por no pensar o para pensar que caminaba. Fue
como una inyección letal y luego caer en un suelo duro, espeso y
frío hasta perder la memoria por completo.
Cuando desperté era
tarde en la noche, estaba en el suelo recostado junto a un muro de
ladrillo rojo algo desgastado. Estaba algo desorientado, un poco
desalentado cuando un individuo me alcanzaba la mano para levantarme
y me animaba a beber la ambrosía de los imponentes dioses
antioqueños mientras una motocicleta humeaba, hacía ruido y
esperaba a pocos metros. Me levanté y nos saludamos formalmente, su
nariz estaba algo arenosa pero no parecía alterado, aunque mi dedo
quedó blanquesino cuando regresaba mi mano al bolsillo del
pantalón.
El personaje era un poco
extraño, muy particular, algo así como un Freddie Mercury y un
Alexander Supertramp creados genéticamente por las manos de un
científico hipster. Era una vaina rara, nunca lo había visto en mi
vida, pero parecía consagrado a ser amistoso. Dejé de pensar
estupideces y le recibí un poco del maldito guaro que llevaba en las
manos. Hablamos de música, de viajes, pocos libros y alguna que otra
mujer. Sobre lo que hicimos real énfasis fue en la motocicleta. ¡Su
motocicleta! Una hermosa Vespa Primavera del 68, alucinada por muchos
y montada por pocos. Un botín de dos ruedas, la novia perfecta...
Hablamos tanto del motorizado que de un momento a otro lo monté como
impulsado por los jinetes medievales, brutos y astutos, y arranqué
con freno incluído. El motor hizo una explosión y cuando me di
cuenta ya me desplegaba por encima de los árboles y me alejaba tanto
del suelo que no alcanzaba a divisar al dueño del vehículo. Me
dirigía hacia arriba, me alejaba del piso-tierra acelerando hacia la
muerte, hacia el espacio a una velocidad cada vez mayor, empezaba a
perder oxígeno, a sentir sueño, a crujir por dentro, a
desintegrarme por pedazos. Resistí lo más que pude, traté de
aguantar, de virar, de lanzarme al vacío pero era imposible.
Desaparecí en una penumbra casi humeante y sobre todo: asfixiante.
Lo último que recuerdo
antes de desaparecer era que el personaje que me levantó del suelo
me había invitado a mí y a mi novia a beber cerveza, cual
espartanos, donde un conocido amigo bastardo cerca a la estación del
tren. No había mucha expectativa sobre la invitación, pero algo me
decía que no iba a ser una noche cualquiera.
Loco V.
-continúa en la tercera
y última parte-
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